¿Qué es el ego? explicado desde la psicología, la filosofía y la espiritualidad
El ego, la esencia del ser, el yo, la conciencia, la identidad o el sí mismo
Ego proviene de la voz latina ego que significa “Yo”. Este concepto ha sido trabajado por la psicología y la filosofía occidental para referirse a la esencia del ser, el yo, la conciencia, la identidad o el sí mismo. En la filosofía oriental el Ego tiene connotaciones muy diferentes a las de la psicología y la filosofía occidental.
El ego desde la filosofía
En la época medieval, los escolásticos decían que el “Yo/mí” es lo que “intenta proporcionar identidad a la mente” (Wilber, Ken, 1993, p. 33), en tanto es construido por la persona porque nacemos con la mente vacía: no hablamos, no caminamos, no pensamos, y en este sentido nos parece una definición acorde con lo que podemos constatar de nuestras experiencias individuales.
Durante el siglo XVII, a inicios de la modernidad, la filosofía europea debatió grandemente la idea del “yo” y su relación con el mundo físico (de los objetos), en la prominente figura de René Descartes, quien propuso la célebre frase “Pienso luego existo”, estableciendo una separación del sujeto (yo) que piensa y su existencia (Descartes, 1968), por lo que, tiempo después, fue duramente cuestionado en tanto que el sujeto no es una “cosa que piensa” al margen de “esas cosas” sobre las que él piensa y de su propia existencia.
En una tónica distinta, Simon (2001) nos dice que “el ego es un constructo mental que contiene, básicamente, la imagen que uno tiene del sí mismo" (“así soy yo”). La raíz del ego hay que buscarla en la capacidad que posee el cerebro humano de construir modelos neurales de la realidad (tanto externa como interna)” (p. 206).
Esta definición se configura desde el siglo pasado (XX) a partir del avance de los estudios psicológicos evolutivos que plantean que todos nacemos sin el ego, porque ningún niño nace socializado, sino que aprende en la medida que crece y se desarrolla. Tanto así que la primera identificación que tiene un bebé es consigo mismo, el centro de su universo es el “sí mismo”.
De esa mismidad y luego los vínculos con el mundo exterior, construimos nosotros mismos nuestro ego, acumulando información y conocimiento que se va convirtiendo en memoria. En este sentido, “el ego es un producto de la memoria; recuerdos, memoria organizada” (Simon, 2001, p. 206).
Entonces, podemos decir que el “ego” no es igual que la “consciencia”, pero sí tiene la propiedad de someterla al punto que “la consciencia no comprende, no ve o no es capaz de percibirse a sí misma como distinta del ego” (Simon, 2001).
Tal confusión entre ego y consciencia proviene de una interacción automática entre ambas (como dos personas que se crían juntas y, sin embargo, son independientes), además que el papel decisorio de la consciencia viene dado por el mundo exterior que “aprehende” el ego, pero también obedece a que no estamos acostumbrados a reconocer en situaciones de dificultad, confusión, ansiedad o tristeza, cómo nuestro ego (memoria afectiva) actúa, otorgándole connotaciones afectivas a la consciencia emanadas de nuestra historia personal (ego y memoria), y no propiamente del presente.
Lo que en realidad ocurre es que el ego es una parte de las estructuras básicas de la persona; por ejemplo, para Piaget, “el ego o self (en inglés) es una estructura básica no transitoria”. Siempre estará allí, pero cada vez “tendrá una visión o perspectiva de la realidad diferentes, teniendo una sensación de identidad, una moralidad y necesidades diferentes” (Wilber, Ken, 1993, p. 30).
El ego y la esencia del Ser
El Ser de la sociedad moderna eurocéntrica se concibió como el centro del saber que resolvería todos sus problemas pero, curiosamente, no fue así. Hoy, mientras más posibilidades de consumo, autorrealización y reconocimiento se tienen, más vacío puede llegar a sentirse uno. Es una suerte de angustia, de la que nos habla el poeta Pessoa:
Empiezo a conocerme, no existo. Soy el intervalo entre lo que deseo ser y los demás me hicieron… quedé solo yo en el cuarto con el gran sosiego de mí mismo.
El Ser, para los pueblos originarios latinoamericanos, era parte de una cosmogonía, era un animal más, sumergido con la tierra ante sus dioses. Así, por ejemplo, en los pueblos maya y azteca, el sacrificio humano era una práctica común y representativa de su arte. Esto se hacía con el propósito de alimentar el vínculo entre los dioses y los hombres y así poder mantener el equilibrio con el universo.
El ego y la crisis del Ser
El hombre siempre ha sentido la necesidad de explicarse la naturaleza de las cosas, lo que los griegos denominaron phisys, de explicarse a “sí mismo” y todo sobre lo que discernía: sus acciones y prácticas: el discurso, la ética, la estética, la poesía, la ciudadanía, la política, la república, la virtud y el saber.
De esa necesidad surge la explicación del ser, lo cual representa de suyo una crisis existencial. Entonces la crisis del ser es por conocer de su existencia o hacia donde se va en la vida: “To be or not to be”, decía el poeta inglés William Shakespeare.
No obstante, podemos afirmar que la crisis del Ser de este siglo tiene que ver con la necesidad de confrontarnos con nosotros mismos; hacer un alto y preguntarnos por qué frente a un mundo de posibilidades seguimos estando vacíos.
La convivencia con otros nos lleva a edificar patrones que suplantan la realidad y entre los múltiples modelos que desarrollamos, se encuentra el que hacemos de nosotros, con la suerte de que los occidentales no hemos desarrollado un modelo liberador y, por tanto, lo hemos tomado de los orientales.
El ego en psicología
Uno de los primeros pensadores que explicó el ego desde una postura psicológica, fue Sigmund Freud (1856-1939). Nos habló del “yo”, del “ello” (pulsión) y el “superyó”. El psicoanalista austríaco nos dice que la familiarización del infante con las normas sociales dan vida al “Yo”, pero también a esa instancia primordial en el aparto psíquico que es el superyó. Para Freud el ego es un mediador entre el “ello” y el “superyó” (Freud, S., 1914).
Más adelante, las teorías de desarrollo cognitivo de la psicología evolutiva y constructivista, expuestas por Jean Piaget (1896-1980) y Lev Vygotski (1896-1934) respectivamente, introdujeron planteamientos sobre la evolución del niño y el constructivismo social mediante la “zona de desarrollo próximo”, representada por las figuras de los padres y el docente como facilitadores del aprendizaje.
Jean Piaget, de acuerdo a Valenzuela (2012), hace énfasis en “la prioridad evolutiva de la identidad sobre otros procesos del desarrollo de la inteligencia”, además nos señala que “la identidad no es innata y que depende o se subordina a los progresos del pensamiento”, convirtiéndose en un eje del desarrollo” (p. 17). Desde esta perspectiva, el ego se constituye en un elemento para comprender los vínculos sociales, así como para percibir los periodos de desequilibrio.
Esta afirmación nos deja claro que el “yo” es una estructura básica en la conformación de la personalidad, y de la cual no podemos desprendernos; todo lo contrario, deberíamos aprender a desarrollar nuestra consciencia y así impedir que ésta dependa de los designios del “ego”.
¿Y cómo hacerlo?: cultivando una inteligencia comprensiva de que somos una unidad donde el ego establece una conexión exterior e interior a través de la consciencia, la cognición y las emociones y, por ende, deberíamos educarnos en el manejo de las emociones y en tomar consciencia de nuestro rol en la vida más allá del mundo exterior.
En resumen: el Ego es una instancia psíquica a través de la cual el individuo se reconoce como yo y es consciente de su propia identidad. En el ego se edifica la identidad, la personalidad, el carácter y el yo soy mediante dos planos:
- El plano emotivo: se refiere a todo lo que percibimos.
- El plano racional: dado por la conciencia y el lenguaje. Éste último nos permite traducir la vida y otorgarle símbolo (Simon, 2001).
Podemos afirmar que el ego cuando actúa como una “memoria afectiva” (plano emocional), muchas veces se interpone entre nosotros y el mundo. De manera que lo que alcanza nuestra conciencia es alterado por la emocionalidad acumulada en la memoria, sobre todo si no colocamos nuestra atención en las cosas que hacemos en el momento presente, la conciencia suele comportarse de modo automático si se evocan acontecimientos del pasado o se elucubra respecto al futuro.
Afortunadamente, la identidad no es estática. La experiencia de vida nos obliga a reescribirnos permanentemente, y al cabo de un tiempo cambiamos nuestra percepción de la realidad. De este modo, el ego está influenciado por la convivencia social y, de manera constante nuestros intereses se confrontan con los de otros; buscamos reconocimiento, pasar inadvertidos, interrumpir, agradar, usurpar, dando lugar a lo que se denomina tipos de ego: ego insaciable, sabelotodo, premental, jinete etc.
Egocentrismo, egoico, ególatra y egoísmo
El desarrollo psico-evolutivo del niño ha permitido reconocer los comportamientos durante el proceso de aprendizaje que, sin duda, se corresponden con las edades y capacidades del infante.
Los psicólogos de principio del siglo pasado (XX), abordaron este proceso del “ego” desde posiciones distintas que incluyen la evolución según etapas, el constructivismo y el aprendizaje significativo, entre otros, y en todas las teorías se evidencia la mediación de los padres, la familia, los grupos de pares y los maestros.
Así mismo, los estudios de la personalidad nos hablan de egocentrismo, egoico, ególatra y egoísta como características que el niño desarrolla según su edad y que explican su comportamiento. Pero veamos en qué consisten:
Egocentrismo: Las investigaciones de Piaget sobre la construcción del pensamiento en los niños, permiten caracterizar el egocentrismo “como aquella etapa de indiferenciación del mundo interno y externo, de ausencia de reconocimiento del yo”, donde el sujeto se sitúa a sí mismo como motor de lo que acontece (Novoa, 2011, p. 74).
Es la etapa de la mismidad que, de acuerdo al psicólogo suizo, se encuentra entre 0 y 2 años del período sensomotriz, y entre 2 y más cuando se inicia la etapa preoperacional, en la que el infante ya estaría saliendo de la fase donde todo gira a su alrededor, en este último caso, el niño todavía no posee lenguaje ni pensamiento operacionales.
Egóico
Es un mecanismo de defensa que tiene el ego y que representa una de sus funciones, puesto que el ego, así como se construye, se defiende de ataques o inestabilidad que provienen de otros seres humanos o del medio ambiente.
Spangenberg (2006) se refiere a las defensas neuróticas o egoicas como el modo “específico en que se expresa la resistencia como preservadora de las fronteras de identidad” (p. 43). Entonces, el ser egoico equivale a un mecanismo de defensa del yo que puede exagerarse a través de la victimización de las personas para manipular situaciones o a otras personas.
Ególatra
Durante el desarrollo el niño puede llegar a presentar un comportamiento ególatra que no debería superar la etapa adolescente ni menos adulta, se trata de que posee “un sentido elevado de su importancia, se demuestran creídos y arrogantes”. Estas personas son “vulnerables a desarrollar un trastorno narcisista de la personalidad”, por lo que se debe estar muy atentos (Toro i Recasens, 2004).
Egoísmo
En psicología es llamado egoísmo psicológico, y se caracteriza porque todas nuestras motivaciones obedecen a los beneficios propios, “considerando inviable el altruismo por entender que los intereses de los otros solo se tienen en cuenta como instrumentos a disposición de nuestros fines” (Trejo Vega, 2012, p. 114).
La acepción habitual del vocablo “egoísmo”, implica también atribuirle al sujeto “un fallo moral, a saber, la decisión de perseguir su propio bien” (Baier, 1995: 281-290 c.p Trejo, 2012). Es por ello que solemos llamar “egoístas” a las personas que solo piensan en su propio beneficio y no desarrollan empatías con los seres de su entorno.
El ego visto desde la espiritualidad y el budismo
El ego es abordado por varias filosofías y tendencias religiosas orientales como una búsqueda de liberación del vínculo emocional o apego. Esto supone el estar abiertos a la incertidumbre porque, tal como hemos visto, el “yo” posee mecanismos elaborados de autodefensa y tiene influencia en la consciencia desde sus registros cognitivos, lo cual influye en estados emocionales que afectan el bienestar.
Dentro de esas filosofías se halla el budismo, propuesto como un buen camino para tener una vida más consciente de nuestra relación con el entorno. Precisamente, uno de los conceptos más trabajados por el budismo es el “desapego”, o desprendimiento de todo lo que hemos construido desde el ego en torno a nuestro modo de ser, a nuestra vida de codicia y deseo por el dinero y lo material, incluso, las creencias que hemos forjado como permanentes y eternas (Kelsang Gyatso, 2016).
Así, Buda, el precursor del budismo, “insistió en que el “yo” no es absoluto: es, más bien, una actividad continua que “aspira” a una identidad definida, rechazando aquello que lo amenaza. Esta tendencia no sólo perpetúa la separación entre la persona y su experiencia, sino que también la atrapa en la lucha y la insatisfacción” (Epstein, 2008; Welwood, 2002 c.p Sáez Del Pino, 2014, pp. 18-19), razón por la cual se encuentra, a veces, rechazando su propia forma de ser, en lugar de aceptarla tal como es.
En este sentido, el cambio inevitable de las circunstancias nos pondrá frente a situaciones que no siempre son favorables. Así, tolerar lo distinto, lo desagradable, lo que nos irrita, pasa por suprimir “ese” ego, pues la realidad está mucho allá de lo que podemos percibir de ella.
La supresión del ego no es física, por supuesto, se trata de otro estado mental: es una nueva creencia de que somos impermanentes y de que la vida está atravesada por el sufrimiento, y todo esto lo debemos aceptar para que el ego espiritual pueda resurgir, volver a la tranquilidad que tuvo cuando nacimos, cuando éramos vacíos, plenos y felices (Sáez Del Pino, 2014).
Desde esta perspectiva espiritual, el biólogo celular norteamericano, Bruce Lipton (1944), nos apunta en La Biología de la creencia, que “la vida de una célula está regida por el entorno físico y energético, y no por sus genes (…), por nuestra respuesta a las señales ambientales que impulsa la vida”. El científico asegura que el entorno energético le “proporcionó una base para la ciencia y la filosofía de las medicinas alternativas, para la sabiduría espiritual de las creencias”. (p. 8).
El error fundamental del determinismo genético, nos indica Lipton, es que “los genes no se pueden activar o desactivar a su antojo; no son «autoemergentes», porque el entorno es el que desencadena la actividad” y, siendo así, este campo de estudio se ubica dentro de la disciplina Epigenética, cuyo objeto es investigar las actuaciones del entorno “como regulador de la actividad de los genes” (Lipton 1977a, 1977b en Lipton, 2007, p. 16).
Entonces, “son nuestras creencias las que controlan nuestro cuerpo, nuestra mente y, por tanto, nuestra vida”, concluye Lipton.
Cómo podemos identificar el ego y trabajar en él
Cuando la vida nos cambia todo de lugar y nos arrincona contra nosotros mismos, suelen ser buenos momentos para trabajar nuestro ego y trascenderlo. Así, determinadas situaciones como perder el empleo, quedarse en la ruina económica, la muerte de un ser querido, permanecer aislados por necesidad, son situaciones en las que el “Yo” se debilita, entrando en una crisis personal, existencial o espiritual de la que podemos salir victoriosos con un trabajo interior que nos acerque a una visión de nosotros mismos y del entorno en el que vivimos.
Algunas recomendaciones para trascender nuestro ego:
- Aprender a escuchar: abandonar el deseo de hablar por encima del otro y de tener la razón. Escuchar abiertamente lo que tiene que decir la otra persona y comprender su realidad.
- Reconocer al otro: comprender que el otro es distinto a mí, valorarlo por lo que es, sin juicios. Asumir que no tiene por qué pensar igual que yo, ni actuar como yo actuaría.
- Comprender que el otro es un igual a mí: de la misma forma que el otro es diferente a mí, reconocemos que el otro es igual a mí, tenga el sexo que tenga, sea de la raza que sea, tenga el nivel socioeconómico que sea, o tenga la personalidad que tenga.
- Aceptar que somos uno con el mundo/universo: el mundo no gira en torno a mí, sino que yo giro con el mundo. Abandonar el egocentrismo propio del Yo como persona, y centrarnos en el Yo como una conciencia armonizada con el medio en el que estamos, incluyendo la humanidad y a los seres vivos que habitamos en este planeta.
- Aceptación de sí mismo: valorar lo que soy sin intentar copiar estereotipos, identificarnos con aquellos patrones sociales que no pertenecen a lo que es nuestra propia esencia.
- Gestionar las emociones: no sentirse ofendido por las acciones de otros y buscar empatizar con los demás.
- Meditar: Ir a la consciencia original, hacia dentro, dándonos momentos de paz y sosiego.
- Estar atentos: tener conciencia del presente se llama atención, estar alerta o consciente del momento.
Referencias
Descartes, René (1968). Discurso del método. Bruguera, 1ra edición, Barcelona, España.
Freud, S. (1914). Introducción al narcisismo. En Obras Completos tomo XIV. Editorial Amorrortu.
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Lipton, Bruce (2007). La biología de la Creencia: La liberación del poder de la Conciencia, la Materia y los Milagros. Traducción Concepción Rodríguez González. Editorial palmyra. España.
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Piaget, J. (1991). Seis estudios de psicología. Barcelona, España: Editorial Labor, S.A.
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